El arpa
“Así que es verdad, pensó, es realmente cierto”
Se lo había
contado: el arpa te dirá el camino. El paisaje era precioso: altos árboles que
rodean un hermoso riachuelo, tan limpio, tan bello. Sin embargo, si la pequeña
tenía razón, había algo más, algo detrás del nacimiento del río, algo más allá
de las copas de los árboles lejanos. Algo que, por la expresión de la niña,
debía ser descubierto, pero podría ser peligroso. ¿En qué estaba pensando? Ella
era Noa, ella no tenía miedo, ella no creía en fantasmas ni en nada de eso.
Cogió el arpa. Por primera vez se fijó en que era dorada y plateada: preciosa,
igual que el paisaje. Recordó las notas que le había dicho la niña y las fue
tocando, una por una. Entonces vio abrirse un camino entre la maleza. Lo siguió.
Al poco rato se encontró con una bifurcación. Volvió a tocar la melodía, en
vano. Se sentó a pensar, recordando a la niña...
La había visto tocando la
flauta en un banco del parque. Era rubia, con el pelo corto y ondulado, y los
ojos verdes, como el mar, profundos. Llevaba puesto un sencillo vestido naranja
coral, con pequeños volantes en los hombros. Había varias personas cerca,
atraídas por la música de la chiquilla, de unos 12 años. Cuando acabó, toda esa
gente se fue dispersando, y la pequeña se acercó a Noa.
- Hola
– le dijo Noa al verla.
- Hola. ¿Eres Noa? – le preguntó la niña.
- Eh, sí. – contestó. Acto seguido, le
preguntó, extrañada - ¿Cómo lo sabes?
- Ven un momento.
Fueron hacia un rincón. Allí
le había contado dónde estaba el arpa y que había algo detrás de las montañas.
Una nota la
devolvió a la realidad. El arpa acababa de sonar, aunque nadie la había tocado.
Pasados unos momentos volvió a sonar. Noa tuvo una corazonada. Agarró el arpa y
se dirigió al camino derecho. El arpa tocó unos acordes siniestros, tenebrosos.
La llevó hacia la izquierda y la melodía que sonó fue mucho más alegre.
Continúo por ese sendero, dejando, en cada bifurcación, que el arpa le dijera
el camino.
Así fueron
pasando una, dos, tres horas. Empezó a pensar que no sería mala idea dar la
vuelta, pero el arpa emitía ese horrible sonido que le indicaba la mala
dirección. Se estaba preguntando si debería ignorar al arpa y volver a casa
cuando llegó a un túnel rocoso, que casi parecía cavado por el hombre. Al poco
de adentrarse en el túnel se encontró con una pared. Volvía sobre sus pasos,
convencida de que había malgastado probablemente un día de su vida, cuando vio
a un gato, de un color blanquecino, casi amarillo, de profundos ojos verdes,
adentrarse en la cueva y escabullirse entre unas piedras. Cuando las retiró
dejó al descubierto un pasaje pequeño. Se adentró en el, agradecida de que
aquel gatito hubiese huido de ella. Salió al otro lado de las montañas y siguió
el curso del río hasta su nacimiento. Allí el arpa comenzó a tocar una bella
canción, y en el manantial del que nacía el río, de la pequeña charca que
formaba surgió una figura femenina; y del sauce y del roble que custodiaban la
fuente natural salieron otras dos. Eran tan hermosas que Noa no podía mirar a
otro lado, y la música del arpa embotaba su sentido del oído. Aun así, eso no
le impedía recordar su trabajo sobre mitología griega. Había escrito sobre las
ninfas: seres protectores de la naturaleza. Las hermosas náyades habitaban los
cuerpos de agua dulce y las arbóreas defendían la flora. De pronto le vino a la
mente algo: odian a los humanos.
Así que es verdad, pensó, es realmente cierto.
(Ainhoa Menéndez)